Cuando intento pensar en un lugar feliz invoco acantilados frente al mar embravecido, el balcón de mis tíos frente a la arena negra, desierta, de la playa pequeña en la que escondí, sin saberlo, recuerdos de mi infancia.
Pienso en otro balcón, el de la casa de mis abuelos, en las noches de verano, con los perros ladrando a lo lejos y las mantas esperándome en la cama hundida.
Pienso también en un balcón más, el de mi tercera abuela, por la mañana temprano, en el balancín amarillo desgastado de mi hermana; me columpio y observo girar las aspas del molino, los barcos en calma a lo lejos, el mar reluciente y hermoso.
Cuando intento pensar en un lugar feliz invoco el triángulo que nace en tu barbilla, baja hasta el lunar de tu clavícula y muere en tu hombro. Esa tríada mágica me da paz y no hay mar, ni balcones, ni recuerdos infantiles, pero funciona más rápido que cualquiera de las otras fórmulas y me transporta, en un instante, a un lugar feliz.